Legalidad es un concepto que encierra los cerca de 500 años en que se ha desarrollado el Estado moderno, y con él las formas en que surge el poder y convive la sociedad.
Quisiera iniciar con las ideas que dos grandes filósofos contemporáneos del derecho, ambos italianos, han desarrollado alrededor del tema de la legalidad. Me refiero a Norberto Bobbio y a Luigi Ferrajoli.
Ambos coinciden en que actualmente Estado de derecho, Estado constitucional de derecho y Estado democrático de derecho son sinónimos, dado que el derecho no sólo es el producto del consenso político y social reflejado en la constitución de una nación, sino que es el consenso mismo.
En otras palabras, si nos atenemos a la idea contractual de origen liberal sobre la formación del Estado --que prácticamente es consenso teórico--, somos los individuos los que decidimos formar una nación, darnos un conjunto de instituciones y regirnos con determinadas normas, con las que mantenemos los límites de los órganos de poder para que no anulen nuestra libertad y derechos fundamentales.
Ese es el concepto de Estado de derecho:
“… un Estado en el que los poderes públicos son regulados por normas generales (las leyes fundamentales o constitucionales) y deben ser ejercidos en el ámbito de las leyes que los regulan”.[1]
Dice Bobbio que democracia se puede entender de manera adjetiva, como un conjunto de procedimientos decididos por mayoría a los cuales se sujeta la toma de decisiones, pero también se puede entender de manera sustantiva, como las decisiones que reflejan la voluntad mayoritaria.
“…históricamente –nos señala-- democracia tiene dos sentidos preponderantes”: “el conjunto de reglas cuya observancia es necesaria con objeto de que el poder político sea distribuido efectivamente entre la mayor parte de los ciudadanos, las llamadas reglas del juego, o el ideal en el cual un gobierno democrático debería inspirarse, que es el de la igualdad”.
Nuestra Constitución, por ejemplo, considera a la democracia “no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”.
Diríamos que democracia adjetiva es sinónimo de elecciones democráticas, es decir, decisiones mayoritarias, mientras que democracia sustantiva es sinónimo de mejores condiciones de vida de la mayoría, es decir, la toma de decisiones para el pueblo.
Aún cuando podríamos hablar de que actualmente existe un consenso alrededor de la democracia procedimental como fuente legítima del poder, es decir, vía la realización de elecciones democráticas, también podemos afirmar que los consensos son bastante más amplios, ya que las constituciones del mundo, prácticamente en su totalidad, contienen ideales.
Cuando en una Constitución plasmamos aspiraciones individuales y sociales, estamos creando democracia sustantiva y no sólo adjetiva, como tendría que ser la nuestra. Para Bobbio se trata ya de una sola democracia, ya que, nos dice que:
“Los ideales liberales y el método democrático gradualmente se han entrelazado de tal manera que, si es verdad que los derechos de libertad han sido desde el inicio la condición necesaria para la correcta aplicación de las reglas del juego democrático, también es verdad que sucesivamente el desarrollo de la democracia se ha vuelto el instrumento principal de la defensa de los derechos de libertad.”[2]
Este sistema de democracia sustantiva-adjetiva actual se ve reafirmado precisamente por tratarse del contenido de las normas constitucionales.
Así, nos sugiere Bobbio, hablando del Estado en el ámbito de la doctrina liberal, que se caracteriza como la “superioridad del gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres”,
“…es preciso agregar (…) una determinación subsecuente: la constitucionalización de los derechos naturales, o sea, la transformación de estos derechos en derechos protegidos jurídicamente, es decir, en verdaderos y propios derechos positivos. En la doctrina liberal, Estado de derecho no sólo significa subordinación de los poderes públicos de cualquier grado a las leyes generales del país, que es un límite puramente formal, sino también subordinación de las leyes al límite material del reconocimiento de algunos derechos fundamentales considerados constitucionalmente, y por tanto en principio inviolables”.[3]
En ese concepto de Estado de derecho sustancial es precisamente donde se encuentran Norberto Bobbio y Luigi Ferrajoli. Mientras Bobbio asegura que nuestras normas democráticas procedimentales y aspiracionales hacen los actuales Estados democráticos y constitucionales de derecho, Ferrajoli se preocupa de que dichos contenidos no se estén encontrando en el derecho positivo, en la realidad política.
Ferrajoli es terminante cuando señala que estamos asistiendo, aun en las democracias más avanzadas, a “una crisis profunda y creciente del derecho”,[4] que se manifiesta en tres planos: la crisis de la legalidad, la crisis del Estado social y la crisis del Estado nacional.
La crisis de la legalidad, explica lapidario el autor, “se expresa en la ausencia o en la ineficacia de los controles, y, por tanto, en la variada y llamativa fenomenología de la ilegalidad del poder”, es decir, en el “gigantesco sistema de corrupción que envuelve a la política, la administración pública, las finanzas y la economía, y que se ha desarrollado como una especie de Estado paralelo desplazado a sedes extralegales y extrainstitucionales”, gestionado por grupos informales de poder y de los negocios, “que tiene sus propios códigos de comportamiento”. La “ilegalidad pública –considera Ferrajoli-- se manifiesta también en forma de crisis constitucional, es decir, en la progresiva degradación del valor de las reglas del juego institucional y del conjunto de límites y vínculos que las mismas imponen al ejercicio de los poderes públicos”
La crisis del Estado social, por su parte, explica el filósofo italiano,
“ha sido con frecuencia asociada a una suerte de contradicción entre el paradigma clásico del Estado de derecho, que consiste en un conjunto de límites y prohibiciones impuestos a los poderes públicos en forma cierta, general y abstracta, para la tutela de los derechos de libertad de los ciudadanos, y el Estado social que, por el contrario, demanda a los propios poderes la satisfacción de derechos sociales mediante prestaciones positivas, no siempre predeterminables de manera general y abstracta y, por tanto, eminentemente discrecionales, contingentes, sustraídas a los principios de certeza y estricta legalidad y confiadas a la intermediación burocrática y partidista. Precisamente (…) la falta de elaboración de un sistema de garantías de los derechos sociales equiparable, por su capacidad de regulación y control, al sistema de las garantías tradicionalmente predispuestas para la propiedad y la libertad, representa en efecto no sólo un factor de ineficacia de los derechos, sino el terreno más fecundo para la corrupción y el arbitrio”.[5]
Finalmente, Ferrajoli interpreta como crisis del Estado nacional la que se manifiesta en “el cambio de los lugares de la soberanía” y, “por consiguiente, en un debilitamiento del constitucionalismo”. El proceso de integración mundial, nos dice, “ha desplazado fuera de los confines de los Estados nacionales los centros de decisión tradicionalmente reservados a su soberanía, en materia militar, de política monetaria y políticas sociales”.[6]
Esta “triple crisis del Estado de derecho corre el riesgo de traducirse en una crisis de la democracia”, concluye el autor, ya que
“equivale a una crisis del principio de legalidad, es decir, de la sujeción de los poderes públicos a la ley, en la que se fundan tanto la soberanía popular como el paradigma del Estado de derecho. Y se resuelve en la reproducción de formas neoabsolutistas del poder público, carentes de límites y de controles y gobernadas por intereses fuertes y ocultos, dentro de nuestros ordenamientos.”[7]
Nos advierte Ferrajoli que hay quienes interpretan esta crisis como la de la capacidad regulativa del derecho mismo, debido a la gran complejidad de las sociedades contemporáneas. Se trata, dice, de una falacia determinista que indicaría que nuestros sistemas jurídicos son como son porque no podrían ser de otro modo.
Contra ese determinismo es tajante:
“…el derecho es siempre una realidad no natural sino artificial, construida por los hombres (…) y nada hay de necesario en sentido determinista ni de sociológicamente natural en la ineficacia de los derechos y en la violación sistemática de sus reglas (…). No hay nada de inevitable e irremediable en el caos normativo”.[8]
Obviamente Ferrajoli no ha sido el único filósofo en hacer este énfasis en el derecho como producto producente. El más destacado teórico al respecto es un tercer italiano que escribió una de las obras políticas más leídas en la última década: Ingeniería constitucional comparada. Una investigación de estructuras, incentivos y resultados.
Giovanni Sartori dice que “las constituciones se parecen (de alguna manera) a las máquinas, esto es, a mecanismos que deben funcionar y producir algo” y él dedica su libro a ofrecer argumentos para “concebir y elaborar a las constituciones como estructuras basadas en incentivos”.[9]
Creo que Ferrajoli tiene razón en su interpretación de la crisis profunda y creciente del derecho, en el plano de la legalidad, del Estado social y del Estado nacional.
Cada una de estas modalidades requeriría una ponencia por sí misma.
Yo, simplemente, he querido citar a estos destacados autores para señalar aquí que legalidad no es sólo cumplimiento de unas normas jurídicas. Mucho menos significa el uso de la fuerza pública para obligar a unos a hacer lo que otros quieren.
Es más, siguiendo a Ferrajoli, debemos pasar del Estado de derecho al Estado constitucional de derecho es su acepción sustantiva:
“…el derecho contemporáneo no programa solamente sus formas de producción a través de normas de procedimiento sobre la formación de leyes y demás disposiciones. Programa además sus contenidos sustanciales vinculándolos normativamente a los principios y a los valores inscritos en sus constituciones, mediante técnicas de garantía cuya elaboración es tarea y responsabilidad de la cultura jurídica”
Tenemos que superar la limitada interpretación positivista de la legalidad como un conjunto de normas que permanecen válidas y legítimas mientras no son derogadas, así produzcan resultados totalmente adversos a los preceptos constitucionales.
La legalidad es procedimentalmente democrática, al ser determinada por los cuerpos que fueron elegidos por el pueblo. Pero es hora de que también sea una legalidad sustantiva, por su apego constitucional, y que sirva, principalmente, como garantía de cumplimiento de las normas fundamentales en las que se plasman los anhelos de nuestro pueblo.
Debemos pasar de la legalidad retórica a la legalidad sustantiva. La legalidad del Estado de derecho democrático y constitucional, más aun, del Estado social que por mandato constitucional debiera ser el nuestro.
Los legisladores tenemos esa tarea de convertir nuestras aspiraciones constitucionales de igualdad social en una realidad mediante la legalidad.
Por lo tanto, cultura de la legalidad no es cómo convencemos a todos de obedecer por obedecer normas jurídicas. Ni cómo amenazarnos, ni cómo someternos. Cultura de la legalidad es o debe ser cultura de la constitucionalidad, cultura de la democracia, cultura de la creación de mecanismos para hacer posible un ideal o un principio constitucional.
Nunca más debemos permitir que nuestras normas fundamentales sean sólo declarativas. Cultura de la legalidad debe servir para hacer realidad nuestras libertades, nuestro derecho a la igualdad, a la salud, a la vivienda, a la educación, al trabajo, a un salario digno, a la seguridad social, a la cultura, al deporte, a un medio ambiente sano, a la no discriminación…
Cultura de la legalidad debe ser sinónimo de democracia sustantiva. Es nuestra tarea.
[1] Bobbio, Norberto. Liberalismo y democracia. Breviarios. Fondo de Cultura Económica. México, 2000. p. 18
[2] Idem p. 48.
[3] Idem pp. 18 y 19.
[4] Luigi Ferrajoli. Derechos y garantías. La ley del más débil. Ed. Trotta. España, 1999. p. 15.
[5] Idem p. 16.
[6] Idem.
[7] Idem p. 17.
[8] Idem p. 18.
[9] Sartori, Giovanni. Ingeniería constitucional comparada. Una investigación de estructuras, incentivos y resultados. Fondo de Cultura Económica. Política y derecho. México, 1995.
Quisiera iniciar con las ideas que dos grandes filósofos contemporáneos del derecho, ambos italianos, han desarrollado alrededor del tema de la legalidad. Me refiero a Norberto Bobbio y a Luigi Ferrajoli.
Ambos coinciden en que actualmente Estado de derecho, Estado constitucional de derecho y Estado democrático de derecho son sinónimos, dado que el derecho no sólo es el producto del consenso político y social reflejado en la constitución de una nación, sino que es el consenso mismo.
En otras palabras, si nos atenemos a la idea contractual de origen liberal sobre la formación del Estado --que prácticamente es consenso teórico--, somos los individuos los que decidimos formar una nación, darnos un conjunto de instituciones y regirnos con determinadas normas, con las que mantenemos los límites de los órganos de poder para que no anulen nuestra libertad y derechos fundamentales.
Ese es el concepto de Estado de derecho:
“… un Estado en el que los poderes públicos son regulados por normas generales (las leyes fundamentales o constitucionales) y deben ser ejercidos en el ámbito de las leyes que los regulan”.[1]
Dice Bobbio que democracia se puede entender de manera adjetiva, como un conjunto de procedimientos decididos por mayoría a los cuales se sujeta la toma de decisiones, pero también se puede entender de manera sustantiva, como las decisiones que reflejan la voluntad mayoritaria.
“…históricamente –nos señala-- democracia tiene dos sentidos preponderantes”: “el conjunto de reglas cuya observancia es necesaria con objeto de que el poder político sea distribuido efectivamente entre la mayor parte de los ciudadanos, las llamadas reglas del juego, o el ideal en el cual un gobierno democrático debería inspirarse, que es el de la igualdad”.
Nuestra Constitución, por ejemplo, considera a la democracia “no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”.
Diríamos que democracia adjetiva es sinónimo de elecciones democráticas, es decir, decisiones mayoritarias, mientras que democracia sustantiva es sinónimo de mejores condiciones de vida de la mayoría, es decir, la toma de decisiones para el pueblo.
Aún cuando podríamos hablar de que actualmente existe un consenso alrededor de la democracia procedimental como fuente legítima del poder, es decir, vía la realización de elecciones democráticas, también podemos afirmar que los consensos son bastante más amplios, ya que las constituciones del mundo, prácticamente en su totalidad, contienen ideales.
Cuando en una Constitución plasmamos aspiraciones individuales y sociales, estamos creando democracia sustantiva y no sólo adjetiva, como tendría que ser la nuestra. Para Bobbio se trata ya de una sola democracia, ya que, nos dice que:
“Los ideales liberales y el método democrático gradualmente se han entrelazado de tal manera que, si es verdad que los derechos de libertad han sido desde el inicio la condición necesaria para la correcta aplicación de las reglas del juego democrático, también es verdad que sucesivamente el desarrollo de la democracia se ha vuelto el instrumento principal de la defensa de los derechos de libertad.”[2]
Este sistema de democracia sustantiva-adjetiva actual se ve reafirmado precisamente por tratarse del contenido de las normas constitucionales.
Así, nos sugiere Bobbio, hablando del Estado en el ámbito de la doctrina liberal, que se caracteriza como la “superioridad del gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres”,
“…es preciso agregar (…) una determinación subsecuente: la constitucionalización de los derechos naturales, o sea, la transformación de estos derechos en derechos protegidos jurídicamente, es decir, en verdaderos y propios derechos positivos. En la doctrina liberal, Estado de derecho no sólo significa subordinación de los poderes públicos de cualquier grado a las leyes generales del país, que es un límite puramente formal, sino también subordinación de las leyes al límite material del reconocimiento de algunos derechos fundamentales considerados constitucionalmente, y por tanto en principio inviolables”.[3]
En ese concepto de Estado de derecho sustancial es precisamente donde se encuentran Norberto Bobbio y Luigi Ferrajoli. Mientras Bobbio asegura que nuestras normas democráticas procedimentales y aspiracionales hacen los actuales Estados democráticos y constitucionales de derecho, Ferrajoli se preocupa de que dichos contenidos no se estén encontrando en el derecho positivo, en la realidad política.
Ferrajoli es terminante cuando señala que estamos asistiendo, aun en las democracias más avanzadas, a “una crisis profunda y creciente del derecho”,[4] que se manifiesta en tres planos: la crisis de la legalidad, la crisis del Estado social y la crisis del Estado nacional.
La crisis de la legalidad, explica lapidario el autor, “se expresa en la ausencia o en la ineficacia de los controles, y, por tanto, en la variada y llamativa fenomenología de la ilegalidad del poder”, es decir, en el “gigantesco sistema de corrupción que envuelve a la política, la administración pública, las finanzas y la economía, y que se ha desarrollado como una especie de Estado paralelo desplazado a sedes extralegales y extrainstitucionales”, gestionado por grupos informales de poder y de los negocios, “que tiene sus propios códigos de comportamiento”. La “ilegalidad pública –considera Ferrajoli-- se manifiesta también en forma de crisis constitucional, es decir, en la progresiva degradación del valor de las reglas del juego institucional y del conjunto de límites y vínculos que las mismas imponen al ejercicio de los poderes públicos”
La crisis del Estado social, por su parte, explica el filósofo italiano,
“ha sido con frecuencia asociada a una suerte de contradicción entre el paradigma clásico del Estado de derecho, que consiste en un conjunto de límites y prohibiciones impuestos a los poderes públicos en forma cierta, general y abstracta, para la tutela de los derechos de libertad de los ciudadanos, y el Estado social que, por el contrario, demanda a los propios poderes la satisfacción de derechos sociales mediante prestaciones positivas, no siempre predeterminables de manera general y abstracta y, por tanto, eminentemente discrecionales, contingentes, sustraídas a los principios de certeza y estricta legalidad y confiadas a la intermediación burocrática y partidista. Precisamente (…) la falta de elaboración de un sistema de garantías de los derechos sociales equiparable, por su capacidad de regulación y control, al sistema de las garantías tradicionalmente predispuestas para la propiedad y la libertad, representa en efecto no sólo un factor de ineficacia de los derechos, sino el terreno más fecundo para la corrupción y el arbitrio”.[5]
Finalmente, Ferrajoli interpreta como crisis del Estado nacional la que se manifiesta en “el cambio de los lugares de la soberanía” y, “por consiguiente, en un debilitamiento del constitucionalismo”. El proceso de integración mundial, nos dice, “ha desplazado fuera de los confines de los Estados nacionales los centros de decisión tradicionalmente reservados a su soberanía, en materia militar, de política monetaria y políticas sociales”.[6]
Esta “triple crisis del Estado de derecho corre el riesgo de traducirse en una crisis de la democracia”, concluye el autor, ya que
“equivale a una crisis del principio de legalidad, es decir, de la sujeción de los poderes públicos a la ley, en la que se fundan tanto la soberanía popular como el paradigma del Estado de derecho. Y se resuelve en la reproducción de formas neoabsolutistas del poder público, carentes de límites y de controles y gobernadas por intereses fuertes y ocultos, dentro de nuestros ordenamientos.”[7]
Nos advierte Ferrajoli que hay quienes interpretan esta crisis como la de la capacidad regulativa del derecho mismo, debido a la gran complejidad de las sociedades contemporáneas. Se trata, dice, de una falacia determinista que indicaría que nuestros sistemas jurídicos son como son porque no podrían ser de otro modo.
Contra ese determinismo es tajante:
“…el derecho es siempre una realidad no natural sino artificial, construida por los hombres (…) y nada hay de necesario en sentido determinista ni de sociológicamente natural en la ineficacia de los derechos y en la violación sistemática de sus reglas (…). No hay nada de inevitable e irremediable en el caos normativo”.[8]
Obviamente Ferrajoli no ha sido el único filósofo en hacer este énfasis en el derecho como producto producente. El más destacado teórico al respecto es un tercer italiano que escribió una de las obras políticas más leídas en la última década: Ingeniería constitucional comparada. Una investigación de estructuras, incentivos y resultados.
Giovanni Sartori dice que “las constituciones se parecen (de alguna manera) a las máquinas, esto es, a mecanismos que deben funcionar y producir algo” y él dedica su libro a ofrecer argumentos para “concebir y elaborar a las constituciones como estructuras basadas en incentivos”.[9]
Creo que Ferrajoli tiene razón en su interpretación de la crisis profunda y creciente del derecho, en el plano de la legalidad, del Estado social y del Estado nacional.
Cada una de estas modalidades requeriría una ponencia por sí misma.
Yo, simplemente, he querido citar a estos destacados autores para señalar aquí que legalidad no es sólo cumplimiento de unas normas jurídicas. Mucho menos significa el uso de la fuerza pública para obligar a unos a hacer lo que otros quieren.
Es más, siguiendo a Ferrajoli, debemos pasar del Estado de derecho al Estado constitucional de derecho es su acepción sustantiva:
“…el derecho contemporáneo no programa solamente sus formas de producción a través de normas de procedimiento sobre la formación de leyes y demás disposiciones. Programa además sus contenidos sustanciales vinculándolos normativamente a los principios y a los valores inscritos en sus constituciones, mediante técnicas de garantía cuya elaboración es tarea y responsabilidad de la cultura jurídica”
Tenemos que superar la limitada interpretación positivista de la legalidad como un conjunto de normas que permanecen válidas y legítimas mientras no son derogadas, así produzcan resultados totalmente adversos a los preceptos constitucionales.
La legalidad es procedimentalmente democrática, al ser determinada por los cuerpos que fueron elegidos por el pueblo. Pero es hora de que también sea una legalidad sustantiva, por su apego constitucional, y que sirva, principalmente, como garantía de cumplimiento de las normas fundamentales en las que se plasman los anhelos de nuestro pueblo.
Debemos pasar de la legalidad retórica a la legalidad sustantiva. La legalidad del Estado de derecho democrático y constitucional, más aun, del Estado social que por mandato constitucional debiera ser el nuestro.
Los legisladores tenemos esa tarea de convertir nuestras aspiraciones constitucionales de igualdad social en una realidad mediante la legalidad.
Por lo tanto, cultura de la legalidad no es cómo convencemos a todos de obedecer por obedecer normas jurídicas. Ni cómo amenazarnos, ni cómo someternos. Cultura de la legalidad es o debe ser cultura de la constitucionalidad, cultura de la democracia, cultura de la creación de mecanismos para hacer posible un ideal o un principio constitucional.
Nunca más debemos permitir que nuestras normas fundamentales sean sólo declarativas. Cultura de la legalidad debe servir para hacer realidad nuestras libertades, nuestro derecho a la igualdad, a la salud, a la vivienda, a la educación, al trabajo, a un salario digno, a la seguridad social, a la cultura, al deporte, a un medio ambiente sano, a la no discriminación…
Cultura de la legalidad debe ser sinónimo de democracia sustantiva. Es nuestra tarea.
[1] Bobbio, Norberto. Liberalismo y democracia. Breviarios. Fondo de Cultura Económica. México, 2000. p. 18
[2] Idem p. 48.
[3] Idem pp. 18 y 19.
[4] Luigi Ferrajoli. Derechos y garantías. La ley del más débil. Ed. Trotta. España, 1999. p. 15.
[5] Idem p. 16.
[6] Idem.
[7] Idem p. 17.
[8] Idem p. 18.
[9] Sartori, Giovanni. Ingeniería constitucional comparada. Una investigación de estructuras, incentivos y resultados. Fondo de Cultura Económica. Política y derecho. México, 1995.